lunes, 13 de febrero de 2012


Recupero la carpeta de mi inseparable rock en inglés y se suceden las pistas. Salta, justo después de un magnífico Dio, una balada de The Who. Éxtasis musical a este lado de la pantalla.

Se lamenta Pete Townshend en esta preciosa canción de albergar unos sentimientos que tanto daño le hacen. “Mi amor es venganza, eso nunca es un regalo”. “Nadie sabe lo que es sentir estos sentimientos, y [por ello] te maldigo.” 

Retrocedería casi cuarenta años para decirle al bueno de Pete que se libre de lo que lo atormenta, que el amor es demasiado especial y a la vez lo suficientemente prescindible como para permitirle truncarse en odio. Se lo diría porque lo sé, porque todos hemos hecho odiarnos a alguien de quienes más nos querían, como también hemos podido sentir la oscura tentación de vengarnos cuando nos han alcanzado en lo más profundo del alma esos en quienes más hemos confiado. Pero tampoco creo que si pudiese oírme cambiase mucho su rabia porque –afortunadamente- si algo tiene esto es que no sirve de nada lo que te digan los demás cuando eres tú el que está dentro.

Se dicen muchas cosas sin sentido cuando nos quejamos del amor.  ¿Qué importa si  rompe la tranquilidad de la rutina? Peor es si le permitiste traspasar tu coraza y llega a aniquilar tu paz interior. ¿Ves la vida con otros ojos? Nunca se es plenamente consciente de la imprudencia que supone haber anulado el propio sentido crítico. No es tan rentable subirse la autoestima cuando puedes acabar por perderla completamente: incluso en el mejor de los casos se pueden dar muchas ocasiones para que algo la haga evaporarse. Todos nuestros complejos se pueden borrar como se pueden reforzar al hacer del otro nuestro examinador. Porque si hay algo que destruye relaciones  y amistades, es el juzgar.

Nos creemos con derecho de señalar. Nosotros, las personas, que nunca hacemos suficiente recuento de nuestros propios defectos -me rindo a Xhelazz cuando dice "dejé de contar ovejas para poder dormir y ahora cuento los defectos que me quiero corregir"-. Puedes elevar a tu compañero/a a un altar basado en impresiones del que luego derribarlo cuando no se acomode a lo que imaginaste, y tanto más arriba, mayor será el golpe. Puedes sentirte con la autoridad moral de hacer daño creyéndote bueno, por encima del bien y del mal, pero intocable si a la otra parte se le ocurre hacer lo mismo. Puedes castigar su improvisación a la vez que la rutina, faltar a la verdad, manipular su percepción, ocultar tus sentimientos, engañar, incluso poner en  contra de su propio entorno a quien debería ser el valor más preciado. Todos hemos visto de todo en este juego, incluso algunas cosas nos ha tocado vivirlas desde cualquiera de los lados. Puedes convertir lo vuestro en la infinita enumeración de lo que no ha hecho, de lo que hizo, de lo que hará; de lo que no hiciste, de lo que has hecho, de lo que podrías hacer. Si llegaste a ese punto sólo puedes reconducirlo todo a otro destino. 

Toca perdonar y esperar ser perdonado, no acumular agravios; quizás olvidar y caer en el olvido si es lo que se necesita, y no alimentar el odio. Si la razón recupera las riendas, todo se puede ver con otra perspectiva, y ya no es momento de albergar nada que atormente el interior, la fácil tranquilidad de lo cotidiano. Es algo que se infravalora tantas veces que acaba por parecer que no la necesitamos.

De todas formas sé que no puedo pretender que cada uno se aplique algo así. Para los que aun así prefieren el camino del rencor, tengo este otro consejo. Cuando no podáis apagar el resquemor por quien os haya hecho daño o hos haga sentir víctimas tras el choque entre dos personas, no le deseéis noches inacabables de insomnio ni dolor. Tampoco enfermedad o tragedias. No esperéis que las cosas le salgan mal en la vida, ni que le den la espalda. Deseadle tan sólo un amor que se le apodere y le cale muy adentro.

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