“La educación de los militares, desde el soldado raso hasta las más
altas jerarquías, les convierte necesariamente en enemigos de la sociedad civil
y el pueblo. Incluso su uniforme, con todos esos adornos ridículos que
distinguen los regimientos y los grados […], todo ello les separa de la sociedad. Ese atavío y sus mil ceremonias
pueriles, entre las que transcurre la vida sin más objetivo que entrenarse para
la matanza y la destrucción, serían humillantes para hombres que no hubieran
perdido el sentimiento de la dignidad humana. Morirían de vergüenza si no
hubieran llegado, mediante una sistemática perversión de ideas, a hacerlo
fuente de vanidad. La obediencia pasiva es su mayor virtud. Sometidos a una
disciplina despótica, acaban sintiendo horror de cualquiera que se mueva
libremente. Quieren imponer a la fuerza la disciplina brutal, el orden estúpido
del que ellos mismos son víctimas.”
-M. Bakunin-
Siendo niños hemos aprendido que
obedecer garantizaba nuestro bienestar, y en la mayoría de los casos así fue
con buena parte de lo que nos decían nuestros mayores: no juegues con
cuchillos, lávate los dientes, contesta con educación, no hagas lo que no
quieras que te hagan. Fuera del caparazón, las órdenes se han convertido en una
guía de relaciones con el entorno, pero en cualquier caso hemos conquistado
nuestra independencia a través de la responsabilidad.
La obediencia ha sido considerada
una de las virtudes más honrosas dentro de las culturas más influyentes, lo
mismo en la occidental como en la asiática. El significado del verbo que da
forma a esa palabra es llevar a cabo una acción dictada por una entidad ajena,
pero en cualquier caso sin pasarla por el filtro de la propia moral. Supone
excluir la capacidad de razonar para ejecutar una labor con el nivel de
conciencia de una simple herramienta. Obedecer significa renunciar a la propia
esencia que nos permite considerarnos libres y racionales, humanos. Porque
carece de la luz del raciocinio, la apodamos ciega. Por eso, a alguien se le ocurrió equiparar el monopolio del
poder con la paternidad, de forma que viésemos en él la labor bondadosa de un
padre, a la vez que el amor incondicional a su área de dominio, como el que se
tiene a una madre. Esto es, que emocionalmente nos involucrásemos con los
conceptos de Estado y Nación.
Hasta cierto punto somos parte
del Estado, y en cierto modo somos hijos de una nación, justo hasta el punto en
el que nuestra conciencia responsable se desarrolla y debería bastar para
ejercer nuestra plenitud como personas. Esto supondría inhabilitar la
concentración absoluta del poder en un núcleo de individuos que, evidentemente,
entendieron que no les convenía desprenderse de su posición. En ese deseo
concreto está la raíz de los dos mayores enemigos de la libertad: el
nacionalismo, y el ejército. Un mecanismo de coerción impecable, ajeno a la voluntad social, sumergido en la ciega obediencia. Su mayor valor es no cuestionar jamás nada que se le ordene.
Todos aquellos conocidos que por
vocación han querido o quieren incorporarse al ejército me han hablado siempre
de defender: defender unos colores, un sentimiento y, finalmente, a sus propias
familias en referencia a la sociedad. Su primer error es haber aceptado que un
ejército como el nuestro, a este lado del mundo o en ésta situación, defiende en vez de participar en
ofensivas. Si mañana recibiésemos una invasión armada, muchos saldríamos a la
calle a combatir y nuestro amado Occidente no dudaría en titularnos como héroes. Si esto mismo te sucede en
Oriente Medio, con suerte te llaman insurgente;
lo más probable es que se hable de ti ya directamente como terrorista o talibán y nadie, nadie se molesta en indagar en las motivaciones por las cuales cogiste un arma -o ni siquiera...-. Nosotros liberamos, ellos ocupan. Nosotros abatimos, ellos matan. Con esa deformación de la realidad, justifican y suavizan los actos más criminales, y aún hay quien es engañado.
El segundo es que esos colores no
son el mejor ejemplo de solidaridad e igualdad en manos de quienes los
enarbolan. Es gracioso oír a uno de éstos intentando definir lo que entiende
por nación. El resumen general viene a ser algo así: los ciudadanos tienen que
ser de aquí, o si han nacido aquí pero tienen otro color de piel que se vuelvan
a su puta casa. Está claro que esta fauna autóctona, con lo que le gustaría recoger fruta y cuidar abuelos, se enfurece de que
vengan estos extranjeros a mancillar su labor patria. Luego ni mentarles ningún
otro nacionalismo, porque odian a los que sienten lo mismo que ellos pero desde
luego jamás los dejarían ir. El nacionalismo es bueno y honroso si es suyo y demencial y perverso si es de otros. Después, como se te ocurra abrir la boca, tía, querrán ir a por ti por atentar contra la sagrada preeminencia masculina, pues ellos saben que los derechos
que piden esas víboras son excusas para quedarse su coche y su casa, y bastante
tienen esas desagradecidas con que les dejen cuidar a sus hijos. Y vamos, a los
maricones los sacarían a palos –a las lesbianas no, claro, que tienen muchos
gigas que llenar con vídeos suyos-. Y los rojos estos, perroflautas guarros y
vagos que sólo protestan, para esos ya tienen a los grise… las Fuerzas y Cuerpos de
Seguridad del Estado, porque es sabido que no hay nada más español que tragar
mierda y aceptar condiciones vergonzosas de trabajo sin reclamar, y quienes lo hacen son traidores.
Siguiendo los preceptos del buen
patriota, aquí como en cualquier otro país sólo quedarían
cuatro mierdas frustrados dándose al refrote para liberar la tensión y testosterona
que se produce con tanta exaltación nacional. No se puede luchar por unos
colores cuando sus principales cometidos son diferenciar de otros pueblos y
reducir las múltiples identidades de una sociedad a un simple esquema cromático.
Carceleros de nuestro mundo, no
ha existido contexto en el que un pueblo haya decidido libremente su destino sin
tener que contar con ellos. Ésa es la verdadera cara del nacionalismo,
deshumanizar personas y aglutinar cuerpos carentes de lógica que actúen como
uno solo. En cada noticia sobre una población echando abajo sistemas corruptos
e injustos hemos podido ver cómo han efectuado su trabajo con cruel precisión.
Torturan, desmiembran, violan a aquellas que juran proteger, y cuyo honor dicen
que vengarían si fuese atacado por invasores. Cuelgan, tirotean y degüellan a la
sociedad que creyó necesitarlos, justo igual que hacen cuando aparecen esos
enemigos que unos intereses que no son suyos les imponen.
Es la vergonzosa situación de degradación
de las palabras y la prostitución de valores que otros reclamamos como
nuestros. Si su trabajo es acabar con vidas humanas, llamémoslos asesinos. Si su
función es desatar el terror, llamémoslos terroristas.