Las culturas nos enseñaron a despreciarlo y temerlo. La
civilización se ha configurado y presentado como el oasis de luz ante el océano de tinieblas que es el caos.
El ser humano, que se teme a sí mismo tanto como a lo que lo rodea, ve que el orden es su
salvación como individuo y como especie.
Cuando el planeta era joven, y las junglas más frondosas que pueda
abarcar la imaginación lo cubrían en casi toda su extensión, tarde o temprano
aparecían incendios que arrasaban
centenares de miles de hectáreas sin control durante semanas y reconfiguraban su faz a una escala colosal. Desde nuestra limitada perspectiva es lo más horrible
que podría suceder, y sin embargo ese fenómeno era tan necesario como lo que más. Era imprescindible el fuego que purificase y devolviese la armonía al ecosistema; sin él, la vida habría
acabado consumiéndose a sí misma. Ese estallido de caos garantizaba el orden, y
ese orden quedaba establecido hasta que surgía nuevamente el caos. Es por tanto
una equivocación definirlos como si se tratasen de un elemento bueno y uno malo: ambos son iguales y se
alternan necesariamente para hacer posible la existencia.
He visto muchas veces la felicidad escapando de entre mis
manos cuando he pretendido retenerla imponiendo un orden. Siempre se resistía,
independientemente de la forma en la que dispusiese los factores. Así aprendí
que el orden no garantizaba el bienestar, porque no guardaba equilibrio alguno
con él, y tuve que demoler mis obsoletos prejuicios. El caos era el contrapunto que había faltado durante mucho tiempo. Se tiende a
identificar el caos con el desorden y no hay nada más erróneo: el caos es el
orden natural de las cosas, que es por lo que resulta impredecible.
Impredecible no significa absurdo, ni aleatorio: es metódicamente
exacto. Lo único que sucede con él es que escapa a nuestra percepción, y tememos aquello a lo que no podemos adelantarnos.
Así que abrazarlo no consiste en renunciar a las enseñanzas del orden, olvidar los
proyectos de nuestra propia vida y abandonarse a la espiral de la fortuna. Lo que se necesita es
integrarlo como eje del movimiento, convirtiéndose en un elemento ya no temible sino de constante emoción.
Es dejar de ser un esclavo del orden para pasar a ser un agente del caos. Es
trabajar conjuntamente con el único verdaderamente justo de los dos, y aprender
a combinar la planificación con la improvisación a la que nos obliga.
Cuando lo has asumido en su justa medida como parte de un
todo, los engranajes giran de pronto en direcciones insospechadas pero
sorprendentemente lógicas. Ya no tiene sentido forzarlos, siguen el curso
correcto e inevitablemente inspirador. Mientras dejo modelar mi voluntad por sus sabias manos sólo me
queda agradecerle lo bueno y malo que está por llegar.
Esta tarde retumba en Radio Hanoi...
... música para acelerar el pulso >> Némesis