viernes, 13 de julio de 2012


El lenguaje que usamos dice tanto de nosotros como el discurso que elaboramos con él. Es posible conocer más cosas de mí mismo atendiendo al que uso yo que por mucho de lo que digo y es así con todos nosotros, tanto más cuando hablamos de política. Quizás cuando empezó a interesarme esto, con quince o dieciséis años, tenía mis dudas al respecto: oyendo hablar a muchos compañeros y personajes de distintas ideologías utilizar repetidamente las mismas palabras lo más lógico habría sido acabar por utilizarlas yo mismo. A día de hoy todavía pienso que habría sido un completo error.

Sin demasiados rodeos pretendo decir que yo no creo en la distinción en clases. Evidentemente lo digo con muchísimos matices y pensando exclusivamente en la España del siglo XXI, pero no es algo que ya se de por hecho. Aquí seguimos utilizando conceptos e ideas que se han ido alejando con el paso del tiempo del contexto histórico en el que encontraban su significado, y eso no nos hace ningún favor. Hay categorías que siguen siendo útiles porque hablan de elementos comunes a la sociedad, a las comunidades humanas, pero otras me suenan ridículas pronunciadas ciento cincuenta años después de su tiempo.

¿Cómo puede ser que en todo este tiempo nunca ninguno de los que utilizan ese lenguaje haya podido definir el significado de la actual clase media? Es tan simple como que ahora existe una única variable sobre la que clasificar: la renta. Las nuevas sociedades no se pueden encorsetar en los viejos esquemas, y seguir hablando de burguesía y obreros en un país construido sobre el sector servicios es como intentar describir colores en lenguaje de signos. Quizás en el caso de China o India se pueda hablar así con precisión, pero no aquí. Ya no, ni desde hace mucho.

Ante el enfado del que lleva todos sus años de militancia repitiendo el mismo vocabulario, puedo contestar preguntando: Si es la propiedad lo que hace la diferencia, ¿acaso no es infinitamente más “proletario” el arquitecto que al fin y al cabo trabaja para otros que el propietario de un pequeño negocio de barrio? ¿En qué lugar de la escala se encuentra un abogado, que ha pasado de ser la profesión de cuatro liberales de la España de los afrancesados a la salida de muchos que no saben muy bien qué carrera les apetece menos?

Porque si empezamos a quitar a los que tienen estudios superiores, o son autónomos, o pequeños empresarios, o profesionales liberales, o funcionarios, o pertenecen a un sector subvencionado, entonces nos quedamos con la más pequeña clase obrera para el mayor número de habitantes que jamás ha tenido este país. E incluso dentro de ese grupo habría que atreverse a preguntar a no pocos de sus componentes por qué respaldaron en pueblos y ciudades de todo el territorio al partido político que con más saña les está devorando sus derechos, porque si algo está claro es que no eran exclusivamente de ricachones y grandes empresarios los once millones de votos que le dieron la mayoría absoluta.

Y apartándome ya de las carencias del concepto, hasta que la crisis no hizo aparición hemos sido la gran clase media –y que no la llamen burguesía, porque ésa es una palabra con unas connotaciones muy específicas que no se corresponden ni de lejos con la actualidad-, el grueso poblacional de este país. No hay cifras que marquen claramente dónde quedan los límites; se trata más bien de una forma de vida. El que cobra salario mínimo como el mileurista, igual que el que percibe dos mil euros al mes o algo más: tanto las costumbres como las aspiraciones son exactamente idénticas para cada uno. ¿No lo son?: Todos ellos tienen una televisión como mínimo en su casa. Todos buscan demostrar cierto estatus comprando determinadas marcas y haciendo exhibición de ellas. Se van de vacaciones a destinos más o menos lejanos y se permiten caprichos con más o menos frecuencia, pero ninguno dirá nunca que gana más dinero del que necesita. No existe clase obrera desde el momento en el que ésta entendió que podía pasar a ser clase media;  ése fue el gran éxito del consumismo. Así que no se puede seguir hablando como si la mayor parte de la población se sintiese parte de un proletariado que alimenta la maquinaria de un puñado de patrones y terratenientes: la forma y complejidad de esta sociedad no tiene un equivalente anterior y pocos de quienes la conforman se identifican aún con la estructura que había a comienzos del siglo pasado.

Por eso la derecha mantiene una capa de votantes fija que no son más que personas temerosas de perder sus privilegios, por pocos que sean, con cualquier cambio que inevitablemente conlleva el progreso, y están tan enraizados el racismo y el machismo que no son sino fruto del mismo miedo del conservador. Por eso el discurso que se elabora hace referencia a los ciudadanos como queriendo igualar nominalmente a trabajadores y élites. Por eso estamos abocados no a volver a ser la clase trabajadora -que es pese a todo lo que siempre hemos sido, los currantes- sino a perpetuarnos en la pobre clase media que seguirá a esta crisis, la eterna frustrada del sueño capitalista, la última barrera antes de la indigencia. Distinto lenguaje para nuevas formas de subordinación.