El
lenguaje que usamos dice tanto de nosotros como el discurso que elaboramos con
él. Es posible conocer más cosas de mí mismo atendiendo al que uso yo que por
mucho de lo que digo y es así con todos nosotros, tanto más cuando hablamos de
política. Quizás cuando empezó a interesarme esto, con quince o dieciséis años,
tenía mis dudas al respecto: oyendo hablar a muchos compañeros y personajes de
distintas ideologías utilizar repetidamente las mismas palabras lo más lógico
habría sido acabar por utilizarlas yo mismo. A día de hoy todavía pienso que
habría sido un completo error.
Sin demasiados
rodeos pretendo decir que yo no creo en la distinción en clases. Evidentemente lo digo con
muchísimos matices y pensando exclusivamente en la España del siglo XXI, pero no es algo que ya se de por hecho. Aquí seguimos utilizando conceptos e ideas que se
han ido alejando con el paso del tiempo del contexto histórico en el que encontraban
su significado, y eso no nos hace ningún favor. Hay categorías que siguen
siendo útiles porque hablan de elementos comunes a la sociedad, a las
comunidades humanas, pero otras me suenan ridículas pronunciadas ciento
cincuenta años después de su tiempo.
¿Cómo
puede ser que en todo este tiempo nunca ninguno de los que utilizan ese
lenguaje haya podido definir el significado de la actual clase media? Es tan simple como que ahora existe una única variable
sobre la que clasificar: la renta. Las nuevas sociedades no se pueden
encorsetar en los viejos esquemas, y seguir hablando de burguesía y obreros en
un país construido sobre el sector servicios es como intentar describir colores
en lenguaje de signos. Quizás en el caso de China o India se pueda hablar así
con precisión, pero no aquí. Ya no, ni desde hace mucho.
Ante
el enfado del que lleva todos sus años de militancia repitiendo el mismo
vocabulario, puedo contestar preguntando: Si es la propiedad lo que hace la
diferencia, ¿acaso no es infinitamente más “proletario” el arquitecto que al
fin y al cabo trabaja para otros que el propietario de un pequeño negocio de
barrio? ¿En qué lugar de la escala se encuentra un abogado, que ha pasado de
ser la profesión de cuatro liberales de la España de los afrancesados a la
salida de muchos que no saben muy bien qué carrera les apetece menos?
Porque
si empezamos a quitar a los que tienen estudios superiores, o son autónomos, o
pequeños empresarios, o profesionales
liberales, o funcionarios, o pertenecen a un sector subvencionado, entonces
nos quedamos con la más pequeña clase obrera para el mayor número de habitantes
que jamás ha tenido este país. E incluso dentro de ese grupo habría que
atreverse a preguntar a no pocos de sus componentes por qué respaldaron en
pueblos y ciudades de todo el territorio al partido político que con más saña
les está devorando sus derechos, porque si algo está claro es que no eran exclusivamente
de ricachones y grandes empresarios los once millones de votos que le dieron la
mayoría absoluta.
Y apartándome
ya de las carencias del concepto, hasta que la crisis no hizo aparición hemos
sido la gran clase media –y que no la llamen burguesía, porque ésa es una
palabra con unas connotaciones muy específicas que no se corresponden ni de
lejos con la actualidad-, el grueso poblacional de este país. No hay cifras que
marquen claramente dónde quedan los límites; se trata más bien de una forma de
vida. El que cobra salario mínimo como el mileurista, igual que el que percibe
dos mil euros al mes o algo más: tanto las costumbres como las aspiraciones son
exactamente idénticas para cada uno. ¿No lo son?: Todos ellos tienen una
televisión como mínimo en su casa. Todos buscan demostrar cierto estatus
comprando determinadas marcas y haciendo exhibición de ellas. Se van de
vacaciones a destinos más o menos lejanos y se permiten caprichos con más o
menos frecuencia, pero ninguno dirá nunca que gana más dinero del que necesita.
No existe clase obrera desde el momento en el que ésta entendió que podía pasar
a ser clase media; ése fue el gran éxito
del consumismo. Así que no se puede seguir hablando como si la mayor parte de
la población se sintiese parte de un proletariado que alimenta la maquinaria de
un puñado de patrones y terratenientes: la forma y complejidad de esta sociedad
no tiene un equivalente anterior y pocos de quienes la conforman se identifican
aún con la estructura que había a comienzos del siglo pasado.
Por
eso la derecha mantiene una capa de votantes fija que no son más que personas
temerosas de perder sus privilegios, por pocos que sean, con cualquier cambio
que inevitablemente conlleva el progreso, y están tan enraizados el racismo y
el machismo que no son sino fruto del mismo miedo del conservador. Por eso el
discurso que se elabora hace referencia a los ciudadanos como queriendo igualar nominalmente a trabajadores y
élites. Por eso estamos abocados no a volver a ser la clase trabajadora -que es pese a todo lo que siempre hemos sido, los currantes- sino a perpetuarnos en la pobre clase media que seguirá a esta crisis, la eterna frustrada del sueño capitalista, la última barrera
antes de la indigencia. Distinto lenguaje para nuevas formas de subordinación.